8 de marzo de 2009

DEL HOMBRE Y SUS MILENIOS (*)

Conferencia de apertura del
“12º CONGRESO INTERNACIONAL DE PSICOTERAPIA DE GRUPO - LOS GRUPOS EN
EL UMBRAL DEL NUEVO SIGLO”. Buenos Aires, 1995.
La designación para esta distinción fue obtenida previo concurso internacional de postulantes.



La humanidad está transitando el final del último siglo del segundo milenio de la era cristiana. Concluyen mil años de historia y comienza otro período de mil años. Mil años… anonadante dimensión para la vida humana. Su sola mención evoca una imagen de eternidad, aunque sea nada más que un instante fugaz en el devenir del tiempo cósmico. Un momento en la eternidad…; bisagra de la historia en la cronología que el Hombre ha creado para el acontecer planetario.

Pertenecemos a la generación que es protagonista y, a la vez, atónita espectadora de este tiempo portentoso y sus vertiginosos cambios. Este privilegio nos hace depositarios de una responsabilidad que no debemos eludir. En un rol activo nosotros, científicos y trabajadores sociales, tenemos la obligación moral de asumir ese compromiso histórico. De no hacerlo seríamos copartícipes de un inmensurable error que configuraría a la vez un delito ético por quebrantamiento de las leyes de la Naturaleza -sólo mutables en la dimensión del espacio-tiempo cósmico-. Nuestro rol profesional nos provee instrumentos para la toma de conciencia, lo que nos compromete aún más ante nuestros ancestros y nuestra descendencia; en suma: ante la filogénesis de las especies vivientes, lo que equivale a decir: ante la Creación.
En los últimos años de esta verdadera encrucijada histórica hemos asistido a cambios políticos impensables hace sólo una década. La caída del muro de Berlín y la disolución del Imperio Soviético han marcado a fuego las postrimerías de la centuria. Se han abierto las puertas de una postmodernidad carente de ideologías de sentido para la humanidad, la que busca ávida y desesperanzada nuevos paradigmas que reparen la brecha axiológica abierta.

El Hombre necesita sentidos de vida integradores de sus dimensiones de conciencia mítica y racional, ambas inherentes a su esencia -conceptualización ésta ratificada por los recientes descubrimientos de la Neuropsicofisiología-. Esa es la búsqueda y allí está el objetivo. Y también ésta debe ser la meta de nuestra función catalizadora como investigadores del comportamiento humano.

No es fácil encontrar el camino ni mantener el rumbo. El riesgo de la alienación siempre está presente bajo formas diversas. La alienación bajo la forma de un rígido y desvitalizado intelectualismo; o la que conduce a la búsqueda de una quimérica felicidad supuesta por las delicias de un desenfrenado consumismo materialista fatuo e intrascendente; o la que procura el refugio en los misticismos con su peligrosa carga de fanatismo y su tendencia: ya sea a la “salvación” de los demás mediante la transmisión de la supuesta “verdad revelada” a cualquier costo, o a su directa eliminación o explotación por ser considerados no semejantes o inferiores. Horrendos ejemplos de estas actitudes que jalonan la historia humana han sido la esclavitud, el sometimiento de las mujeres, la Inquisición, el genocidio armenio, el holocausto judío, el exterminio de los aborígenes americanos y la destrucción de sus culturas, los métodos de tortura de todas las épocas y, en nuestros días -y como para ratificar la permanencia de estas tendencias en la esencia específica humana-, las masacres sectarias que nos estremecen periódicamente y el terrorismo indiscriminado bajo todo tipo de pretextos supuestamente justificadores. Esta serie de hechos, aunque relevantes, integra sólo una fracción de la abominable sucesión de crímenes perpetrados por el Hombre contra el Hombre.

Hemos presenciado el final de la guerra fría y experimentado el genuino alivio por el alejamiento de la ominosa sombra del holocausto nuclear. Pero en su reemplazo, y como en el campo los hongos después de la lluvia, han reaparecido los conflictos derivados de los etnocentrismos nacionalistas, la xenofobia y las discriminaciones de toda índole, así como también los ancestrales odios religiosos y raciales con su mensaje oscurantista y retrógrado. El apocalipsis ocurrido en Ruanda ha mostrado al mundo la horrible faz de la guerra tribal fratricida. Las conductas violentas y antisociales florecen a escala planetaria. El concepto etológico de un “esquema de enemigo” desencadenante de la agresividad latente e inmanente a la naturaleza humana se impone como una irrefutable evidencia.

La irresponsabilidad del Hombre, ubicado aún en un nivel de infanto-adolescencia -de apariencia interminable porque se niega a abandonarla para asumirse definitivamente como un ser natural y adulto- hace que siga actuando como dueño absoluto y discrecional del planeta, el que sigue siendo concebido -pese a algunos enunciados periódicos de advertencias y buenas intenciones por parte de organizaciones internacionales y personalidades relevantes- como la casa propia de sustento inagotable, en una suerte de ancestral negación nostálgica de la pérdida del Edén.

Esta despreocupada línea de acción y ambición, de origen milenario, está desembocando en nuestros días, y con una aceleración creciente por el poderío que da al Hombre su prodigioso dominio de la Tecnología, en los dos peligros mayores que se ciernen sobre la vida en el planeta, desplazando del primer sitial al de una guerra nuclear autodestructiva: la superpoblación humana paralela a la revolución tecnológica con una impiadosa consecuencia de ambos factores combinados; la prescindencia de mano de obra personal y el saqueo y la polución de la Tierra y su atmósfera, con su secuela de extinción de especies animales y vegetales. Como consecuencia directa de todo esto asistimos azorados y muchas veces embargados por una ambigua mezcla de horror e indiferencia, a la aceptación lisa y llana de la existencia de grandes masas poblacionales desnutridas material y culturalmente con el subsecuente florecimiento de todo tipo de patologías orgánicas, psíquicas y psicosociales, la pérdida de motivaciones vitales y la carencia generalizada de la noción del sentido de la vida -particularmente dañina en las generaciones jóvenes-.
Como vemos, con o sin peligro nuclear, la esencia humana sigue siendo, desde el punto de vista de su naturaleza biológica, la misma. Y la agresividad inherente a esa esencia, fuera de control, se descarga destructivamente sobre la propia especie y sobre su entorno natural que resiste merced a una maravillosa exhuberancia, aunque no inagotable, de recursos.

Los maestros precursores, con su clarividencia, nos han advertido sobre esta realidad. En “El malestar en la cultura” Freud se refiere a la contradicción básica existente entre lo que él denominara el “principio del placer” y la realidad externa. Menciona, como derivación de esto mismo la “… pugna con el mundo externo, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos” (1). Y seguidamente se refiere a la ambición ilimitada de un “programa humano que … ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone …” (2).

La cultura occidental, de raíz judeo-cristiana en su definición moral y axiológica, se ha desarrollado con una premisa básica de origen religioso: la convicción de que el Hombre fue creado “a imagen y semejanza de Dios” (3) y, consecuentemente, que la Naturaleza y aún el Universo mismo le pertenecen y están a su servicio como dueño y señor de la Creación: “… y señoree en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra” (4). Ni la revolución copernicana ni la darwiniana han sido factores suficientes aún para convencer a la especie de la cada vez más apremiante necesidad de renunciar a este arrogante antropocentrismo para acceder a una cosmovisión responsable y adulta que le permita asumirse como parte del gran ecosistema natural planetario.

El Hombre, ancestralmente, pretendió dominar a la Naturaleza apartándose de ella y desconociendo sus leyes, sin comprender un axioma fundamental y a la vez muy simple: que es parte constitutiva de ella misma. De esta manera se convirtió en su más peligroso depredador y, por ende, en la máxima amenaza para su propia existencia planetaria. La agresión extraespecífica ha aniquilado especies enteras de los reinos biológicos. La agresión intraespecífica estimó al semejante como un potencial enemigo pasible de ser destruido. La explotación desmesurada y la contaminación de los recursos minerales han mantenido un ritmo de aceleración progresiva. Las palabras de Freud a este respecto son ilustrativas: “El Hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos, pero estos no crecen con el cuerpo y a veces aún le procuran muchos sinsabores” (5).
En los párrafos finales de “El malestar en la cultura”, -luego de referirse a la oposición entre “instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana”, lucha que “es, en suma, el contenido esencial de la misma”- también Freud formula una advertencia con un interrogante final que llama a nuestra reflexión:
“A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas ¿quién podría augurar el desenlace final?” (6). (Texto escrito en 1930).


Otros autores, como Konrad Lorenz y Anthony Storr, advierten también puntualmente acerca de la capacidad agresiva del Hombre y su potencial destructivo, así como de la necesidad de encauzar y controlar, sin pretender negarlas idealizadamente, estas fuerzas elementales de la naturaleza humana. Ambos son elocuentes. Storr afirma al respecto:
“Es un error creer que el hombre corriente es incapaz de extremos de crueldad.
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Es inútil pretender que algunos de nosotros somos inmunes a los sentimientos sádicos… el catálogo de la crueldad humana es tan largo y la práctica de la tortura está tan difundida que resulta imposible creer que el sadismo se limite a unos cuantos anormales.
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Tenemos que afrontar el hecho de que la inclinación del Hombre a la crueldad se halla arraigada en peculiaridades biológicas, al igual que su capacidad para el pensamiento conceptual, para el lenguaje y para la realización creadora”
(7).

Por su parte, afirma Lorenz con una mezcla de pesimismo y esperanza:
“Quizá esta consideración nos permita alentar la esperanza de que la moral responsable del Hombre logre vencer los múltiples peligros que amenazan a la Humanidad. La degeneración de sus instintos sociales, cada vez más extendida; la preocupante superpoblación de la Tierra…, todos estos factores preanuncian, al parecer, que se halla cerca el ocaso de la Humanidad. ¿O quizá todos estos males sean, al fin y al cabo, únicamente partes de esa fuerza que tolera la existencia de lo malo, pero que siempre crea lo bueno y lo hace triunfar?” (8).
Creo importante no dejar de mencionar aquí que ambos autores también han enfatizado los aspectos positivos de la agresividad humana, particularmente en lo referente a su importancia como fuente de energía para la lucha por la vida, para la autoafirmación personal y para los procesos de individuación y de integración social.
Para concluir con esta somera síntesis de citas de autores pioneros que, desde las ciencias del comportamiento, se refirieron al tema que nos ocupa, deseo mencionar particularmente al eminente biólogo, antropólogo y teórico de la comunicación, Gregory Bateson. La elocuencia de su magnífica conceptualización resulta estremecedora y exime de más comentarios:
“El propósito consciente del Hombre ha adquirido ahora el poder de trastornar el equilibrio del cuerpo, la sociedad y el mundo biológico que nos rodea. Existe la amenaza de una patología -la pérdida del equilibrio-.
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Por una parte, tenemos frente a nosotros la naturaleza sistémica del ser humano individual y la naturaleza del sistema biológico, ecológico, que lo rodea; y, por otra parte, el curioso rasgo que pertenece a la esencia del hombre individual, por obra del cual la conciencia está, casi por necesidad, ciega a la naturaleza sistémica del Hombre mismo.
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La falta de sabiduría natural siempre es castigada. Podemos decir que los sistemas biológicos -el individuo, la cultura y la ecología- son en parte sostenedores vivientes de sus células u organismos. Pero los sistemas, a pesar de ello, castigan a cualquier especie que es tan imprudente como para entrar en una disputa con su ecología. Puede usted llamar, si así lo desea, “Dios” a las fuerzas sistémicas.
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Pero el desequilibrio ha ido tan lejos que no podemos ilusionarnos con la esperanza de que la Naturaleza deje de compensarlo mediante una hipercorrección.
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Los seres vivientes que luchan contra su ambiente y lo derrotan se destruyen a sí mismos.
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La máxima más severa de La Biblia es la que sentó San Pablo, cuando dijo a los gálatas: “Dios no puede ser burlado”, y esta máxima se aplica a la relación entre el Hombre y su ecología. Es inútil alegar que un pecado concreto de contaminación o explotación fue sólo venial, o preterintencional, o que se lo cometió con la mejor de las intenciones… Los procesos ecológicos no pueden ser burlados.
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No estamos fuera de la ecología para la cual planificamos: somos siempre e inevitablemente una parte de ella”
(9).

Reflexionando profundamente sobre esta extensa cita textual y su luminosa descripción de la realidad finisecular, surge en mí una pregunta que percibo a la vez como un desafío: ¿Qué actitud nos cabe a los psicoterapeutas, trabajadores sociales y estudiosos del comportamiento humano en general frente a este panorama? Ante este interrogante emerge una convicción claramente instalada y definida: nuestros encuadres teóricos y metodológicos no sólo no pueden ya jamás de tener en cuenta el medio ambiente y sus circunstancias sino que también debemos procurar aportar, en la medida de nuestras posibilidades, a una creciente comprensión de sus leyes y sus dinamismos sobre el gran marco de una sociedad mundial progresivamente globalizada e integrada. La psicoterapia del individuo humano no puede ser concebida sino como parte de un continente mayor, como fragmento integrante de una socioterapia que tienda a cooperar para la preservación de la especie; porque si ésta sucumbe no habrá individuos que logren evadir este destino. Y esto concierne, nada más y nada menos, que a nuestros hijos y sus descendientes.

El sueño de Maxwell Jones -"la Comunidad Terapéutica extendida"- (10); la visión de Jacob L. Moreno -el Psicodrama, el Sociodrama y la Sociometría como instrumentos para procurar establecer un “orden terapéutico mundial”- (11); la concepción junguiana del “Inconsciente Colectivo” como acervo ancestral común a todas las etnias de la Humanidad -fértil campo de trabajo aún insuficientemente explorado-, son elaboraciones que se hacen presentes con su fuerza germinal fecunda y trascendente. En círculos intelectuales, en nuestros días, se menciona reiteradamente la necesidad de nuevos paradigmas. Como vemos, algunos ya están formulados… Sólo es necesario reconocerlos, asumirlos como desafío para nuestro tiempo y trabajar a partir de ellos.

Luego de reflexionar sobre esta serie de argumentos y conceptualizaciones acerca de la irrefutable raíz biológica de la agresividad humana y sus consecuencias para todas las especies vivas, animadas y no animadas, que conforman la totalidad del gran sistema ecológico planetario, pretender seguir negándola a esta altura de la evolución del conocimiento no sólo es un absurdo sino una actitud altamente peligrosa; porque, tal como en una psicoterapia individual, solamente podemos aprender a controlar aquello que previamente conocemos para recién entonces intentar reformular actitudes y conductas encaminadas a la búsqueda de una evolución cultural reparatoria progresiva.

Se trata de comprender, sin pretender ignorarlos, negarlos o reprimirlos, los movimientos sociales y sus poderosas fuerzas para intentar que éstas no se desencadenen anárquicamente, procurando encauzar su energía en provecho de la Naturaleza y del reencuentro constructivo del Hombre con el prójimo y consigo mismo.

Es necesario que el ser humano comprenda definitivamente que forma parte de la Naturaleza y que debe aceptar su responsabilidad ante ésta como ser racional. De esto se trata, ni más ni menos que de asumir su rol como su máximo servidor y cuidador para poder, a la vez, seguir sirviéndose de ella en su evolución específica. Tomar conciencia, por ejemplo, que al contaminar la Tierra y su atmósfera se autodestruye, o que la superpoblación mundial es un grave riesgo y oponerse a la planificación familiar es atentar contra los mismos principios que se pretende defender, o sea la procreación de la especie.

La aspiración socrática de considerarse “ciudadano del mundo” suena utópica ante la comprobación de que la naturaleza humana necesita la existencia de adversarios. Los autores de literatura de ciencia ficción han comprendido esto y suelen hablar de las naciones de la Tierra unidas sólo ante el supuesto ataque de un enemigo proveniente de algún mundo del espacio exterior. Así como no puede existir un “Yo” sin un “Tú” -definición buberiana de inamovible vigencia- tampoco parece ser concebible un “Nosotros” sin un “Ellos”; y con ellos, con los otros, estamos programados biológicamente para amarnos y asociarnos, pero también para rivalizar y competir, como bien lo demuestran los hallazgos etológicos tanto en la escala humana como en la zoológica. Estas tendencias innatas las podemos corroborar a cada paso y en cualquier rama de la actividad humana -incluso, no está demás decirlo, también en la dinámica de nuestros grupos psicoterapéuticos-.

También desde la Etología proviene un mensaje esperanzador y optimista acerca de la naturaleza humana:
“La pulsión agresiva es tan sólo una impulsión entre muchas.
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El rechazo social (agresión) y el atractivo (inclinación) forman parte en los vertebrados superiores de una unidad funcional…
…el comportamiento agresivo y el altruista están programados de antemano por las adaptaciones filogenéticos y eso hace que haya normas trazadas de antemano para nuestro comportamiento ético. Los impulsos agresivos del Hombre están, según mi opinión, compensados por inclinaciones no menos afincadas a la sociabilidad y la ayuda mutua. No es la educación la que nos programa buenos, sino que los somos por una predisposición constitucional”
(12).


Esta predeterminación biológica no quita que nuestra racionalidad, nuestro libre albedrío y nuestro sentido ético nos haga tan responsables de una actitud como de la otra, siempre que estemos en condiciones de un equilibrio mental y emocional que nos permita la utilización de nuestra espontaneidad y nuestra creatividad al servicio de la vida y el progreso evolutivo. Y para la obtención de este objetivo considero de fundamental importancia el modelo terapéutico grupal, verdadera “Matriz de Identidad” , aludiendo a un concepto central de J.L.Moreno, -a la que podemos llamar secundaria para diferenciarla de la primaria, correspondiente al grupo familiar de la primera infancia- para el acceso a una adultez responsable.

La experiencia vivencial correctiva integradora de la personalidad que nos proporciona la psicoterapia grupal nos provee a la vez de un modelo microsocial que entiendo nos permite abrigar esperanzas para la macrosociedad humana. Creo firmemente en la posibilidad de ampliar la escala y pienso que este encuentro nos brinda una excelente oportunidad para el debate acerca de las formas de alcanzar este objetivo.

Premisas básicas del funcionamiento de la psicoterapia grupal, como la solidaridad, la tolerancia y la aceptación del otro con sus características, su forma de ser y todas sus peculiaridades, coincidentes o discrepantes con las propias; reglas y técnicas del método psicodramático, como la que permite la simbolización de la agresión -sin descalificarla ni sancionarla; por el contrario, reconociendo y valorando su encauzamiento como vector energético vital- encuadrándola en el espacio-tiempo diferenciado del escenario viabilizando las predisposiciones lúdica y ritualizadora del ser humano; procedimientos todos encaminados, en fin, hacia el objetivo de acceder al conocimiento profundo de sí mismo asumiendo las raíces profundas del amor y la agresión como características integradas, en un marco de encuentro facilitador del desarrollo de la potencialidad transformadora del Yo individual, apto también para el aprendizaje de la interacción humana constructiva. Todos estos valores propios del método psicodramático grupal podrían constituirse en piedras basales para intentar su ampliación a escala planetaria, cumpliendo así con el sueño visionario de Moreno.
Estimo que no es casual, sino causal e inherente a los alcances del “Inconsciente Colectivo” -aludiendo aquí a conceptos junguianos-, que el desarrollo de la capacidad humana para inventar armas de destrucción masiva, cuya acumulación posee ya el potencial capaz de destruir varias veces la vida en el planeta, haya sido paralela al prodigioso progreso de los deportes como espectáculos de masas de alcance e inclusión universal. Basta mencionar como ejemplos de esto la convocatoria apasionada que suscitan los juegos olímpicos modernos y el campeonato mundial de fútbol. Ya los griegos de la antigüedad suspendían sus guerras internas prácticamente continuas para dar lugar y tiempo a los juegos olímpicos que crearan como alternativa para la unión transitoria de sus ciudades ritualizando simbólicamente la agresión.Considero que el fenómeno deportivo moderno, al igual que en la antigüedad, constituye una exteriorización de las capacidades lúdica y agresiva del Hombre -manifestadas en una expresión psico y sociodramática espontánea- ritualizando la violencia guerrera en el gran escenario mundial, cumpliéndose así en parte el sueño moreniano de un Sociodrama universal, en este caso en un intento evitativo de una violencia devastadora a escala planetaria. Esto sin perjuicio de los continuos y dolorosos, aunque localizados, estallidos de violencia bélica con instrumentos técnicos de una precisión cada vez más perfeccionada, de una crueldad y destructividad crecientes, lo que habla a las claras del delicado e inestable equilibrio entre ambas fuerzas inherentes a la especie humana.

Estas consideraciones parten del reconocimiento de aspectos inherentes a la naturaleza biológica del ser humano, profundamente imbricada con la cultura del medio social que lo contiene. Estoy convencido de que ésta es una realidad que, como trabajadores sociales, no podemos negar ni eludir si no queremos correr el riesgo de cubrir nuestro objeto de conocimiento con utópicos velos que nos alejen de la posibilidad de prestar un servicio de real utilidad, desde nuestro rol, a nuestro convulsionado mundo. La admisión de este gran desafío nos obliga a contribuir a buscar formas de canalización productiva y creativa de la formidable energía del Hombre en competencia cooperativa hacia un desarrollo universalista. La alternativa es seguir aceptando resignadamente el fatalismo de su potencial destructivo.


Nuestro sentir, nuestra razón y nuestra responsabilidad ética nos imponen imperativamente decidir y escoger el itinerario.

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NOTAS




(1) Freud, Sigmund. Obras completas, (Madrid, 1968), III, 10.-----


(2) La Santa Biblia, El Génesis. Cap. 1 - 26.-----


(3) Ibíd.-----


(4) Ibíd.-----


(5) Freud. Op. cit., 22.-----


(6) Freud. Op. cit., 64 y 65.-----


(7) Storr, Anthony. La agresividad humana, (Madrid, 1970), 173 y 174.-----


(8) Lorenz, Konrad. Consideraciones sobre las conductas animal y humana. (Barcelona, 1984)278.-----


(9) Bateson, Gregory. Pasos hacia una ecología de la mente, (Buenos Aires, 1991), 465 y siguientes.-----


(10) “Si la Psiquiatría Social ha de lograr algún resultado, éste deberá estar basado en una capacidad mucho mayor de utilización de las fuerzas latentes de la sociedad misma.” Jones, Maxwell. Más allá de la comunidad terapéutica, (Buenos Aires, 1970), 169.-----


(11) “El Hombre es más que un ser psicológico, social o biológico. El reducir su responsabilidad a lo psicológico, social o biológico lo convierte en un descastado. El Hombre es co-responsable por el Universo todo.
..............................................................................................................Más allá de la dependencia absoluta del más perecedero de los humanos recién nacidos se encuentra la realidad paradójica de su grandeza: su responsabilidad por el Universo entero. No hay garantías para su existencia a menos que se garantice la existencia del Universo. Y no hay quizá garantía para la existencia del Universo a menos que se garantice la existencia del Hombre”. Moreno, Jacob L. “La tercera revolución psiquiátrica y el alcance del Psicodrama”. Cuadernos de Psicoterapia, Vol. I, Núm. 1 (Septiembre 1966), 14.-----


(12) Eibl-Eibesfeldt. Amor y odio, (México, 1977), 8.-----





BIBLIOGRAFÍA






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5.- Eibl-Eibesfeldt, Irenäus. “Amor y Odio”. México, Siglo Veintiuno, 1977.-----

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20.- Nietzsche, Friedrich. “Así hablaba Zaratustra”. Buenos Aires, Baltasar, 1968.-----

21.- Storr, Anthony. “La Agresividad Humana”. Madrid, Alianza, 1970.-----

22.- Waddington, C.H. “El Animal Ético”. Buenos Aires, Universitaria de Buenos Aires, (EUDEBA), 1963.-----






Buenos Aires, agosto de 1995



(*) Reedición corregida y ampliada.

Buenos Aires, marzo de 2009





Derechos de autor reservados




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