28 de septiembre de 2008

BIOLOGÍA, CULTURA Y AMOR A LOS HIJOS


Ante el reciente y conmovedor suceso ocurrido en la localidad de Rufino, en el que aparecen acusados una madre y un padre por el asesinato de su hija adolescente, deseo formular algunas apreciaciones a partir de la lectura de notas publicadas en medios de prensa de los días posteriores al trágico hecho. En apartados de las crónicas respectivas aparecen opiniones acerca de la cualidad del amor parental, particularmente el materno, formuladas por algunos colegas psicólogos y otros especialistas en disciplinas afines consultados sobre el tema con los que, desde mi rol profesional en los campos de la psicoterapia individual y grupal; y vincular con familias y parejas, discrepo totalmente. Y aclaro que esta discrepancia alude principalmente al cuestionado amor materno, mucho más antiguo filogenéticamente que el paterno -de aparición relativamente reciente en el proceso evolutivo de la especie- dado que en la horda protohumana primitiva el macho alfa cuidaba de la totalidad del grupo a su cargo, incluyendo a las hembras y sus crías, sin reconocer, diferenciar e individualizar a éstas como propias, salvo por el hecho de imponer su autoridad por sobre los demás machos de la banda mediante la fuerza. Esto mismo puede observarse en la actualidad en las bandas de simios en estado salvaje.

Fundamenta mi decisión de escribir este artículo la voluntad de dejar constancia de que, en nuestro campo, existen otras líneas de pensamiento que difieren con la postura consistente en negar la incidencia en el ser humano de pulsiones de raíz filogenética preprogramadas -es decir, innatas o instintivas-, que condicionan y determinan buena parte de nuestro comportamiento; entre ellas, el amor de los padres a los hijos. Entre estas líneas de pensamiento se destacan en nuestro medio los trabajos del Dr. Jaime G. Rojas-Bermúdez quien, en su libro “El núcleo del Yo”, se refiere extensamente a las “Estructuras Genéticas Programadas Internas” -es decir, las que trae el neonato y son parte constitutiva de su aparato psíquico incipiente desde el momento mismo de su concepción en el vientre materno, porque están inscriptas en sus genes- complementarias de las “Externas”, o sea las que le ofrece el medio familiar que lo recibe en su seno y le proporciona la “Matriz de Identidad”, concepto éste originario del médico psiquiatra rumano Jacob Levy Moreno, creador de los métodos socio y psicoterapéutico conocidos mundialmente como “Sociodrama” y “Psicodrama” respectivamente. Cabe agregar que el mismo Sigmund Freud, cuando se refiere a las etapas de la evolución de la libido, que culminan en el acceso a la sexualidad normal, implícitamente está admitiendo la existencia de una preprogramación filogenética específica. Esta, así como da lugar a un nuevo representante de la especie por sus características corporales contenidas en un plan modelador grabado en los cromosomas, también lo hace en lo que respecta a la cimentación embrionaria de lo que será el aparato psíquico. No olvidemos que la filogenia se reitera continuamente en la ontogenia individual o, dicho de otro modo, sabemos que la ontogenia confirma y repite en cada ser los pasos de la filogenia. También Freud alude a lo mismo cuando describe sus célebres “Series Complementarias”, como hitos determinantes en la estructuración del psiquismo humano.

Desde la publicación de "El origen de las especies", por parte de Darwin, sabemos de la existencia de una evolución biológica que por supuesto nos incluye en una línea progresiva en la que, ciertamente, aparecemos como el producto más acabado y perfeccionado, hasta el presente. Nuestros parientes más próximos, los primates antropoides y particularmente el chimpancé, con el que nos diferenciamos en la estructura del ADN en menos del 1%, son cabales -¿y perturbadores?- modelos comparativos al respecto. Pretender negar esto sería equivalente a querer desconocer que la tierra gira alrededor del sol; tales son las evidencias que fundamentan la teoría de la evolución. Tanto es esto así que la Iglesia Católica, quien se opusiera tenazmente a la misma durante casi un siglo y medio, en un pronunciamiento reciente ha terminado por reconocer su validez.
Llamativamente, aún existen científicos sociales -algunos de ellos de renombre- e incluso escuelas de pensamiento psicológico que parecen no tomar nota de estas evidencias en el progreso del conocimiento. En las notas mencionadas al comienzo encontré entrecomilladas -lo que supone una transcripción literal de expresiones emitidas- frases como las siguientes, en referencia al trágico hecho mencionado al comienzo de esta nota: "... el hecho ocurrido rompe con el mito del amor maternal como instinto esencial y natural"; "... el amor como algo que caracteriza la relación entre una mujer y su cría se instala como algo reciente y no es algo natural"; "... el amor maternal no es instintivo, sino cultural"; y "... hay que considerarlo un crimen como cualquier otro y no como realizado por una madre desnaturalizada". Quiero aclarar en este punto que no es mi intención el decir lo contrario en cuanto a la última aseveración. En este caso deberíamos hablar simplemente de una madre y/o padre, psíquicamente enfermos.

Otra de aquellas frases que merece un comentario aparte es la siguiente: "... el amor a los hijos no es instintivo sino que es algo que se aprende". Considero sí que es bueno aprender a ejercer el rol de madre o padre, pero no en su aspecto esencial en cuanto a sentimiento profundamente arraigado en la naturaleza humana, particularmente el de madre, mucho más antiguo filogenéticamente que el de padre. Lo que sí es dable aprender -y es bueno que así se haga- es una gran cantidad de información referente a pautas de cuidados y formas de transmitir la herencia cultural de la especie, así como también estilos pedagógicos dirigidos a la formación educativa de los niños, sobre todo en su período más sensible: el de la estructuración del Yo y el Si Mismo Psicológico, en el que se troquelan los cimientos de la personalidad, en los primeros años de su vida. A este respecto, cabe aclarar que no debemos desconocer o negar la tragedia de no poder amar a los hijos -o, aún peor, el sentir una franca hostilidad hacia ellos, manifiesta o subliminal-, racionalizando esta situación bajo la figura conceptual de que ese sentimiento de amor no es natural; que es algo indefinido que simplemente se aprende -o no- de pautas culturales. Y hablo de tragedia porque considero que esta dolorosa situación implica tanto a los padres, que se ven impedidos de disfrutar de la maravillosa experiencia de procrear y amar plena e incondicionalmente a sus pequeños vástagos, como a los hijos, por las inevitables secuelas patógenas en distintos grados de severidad que esta situación habrá de deparar en ellos, en cuanto a su desarrollo emocional y mental, debidas a las huellas mnémicas que estas carencias afectivas dejarán grabadas en la impronta básica del proceso de estructuración del Yo y la personalidad.

Volviendo a la teoría de la evolución, se sabe que no existe ningún ejemplo, entre los animales superiores y particularmente en el caso de los mamíferos, que no ejerciten el cuidado amoroso de la cría durante tiempos diferenciados según cada especie, obviamente a causa de una selección instintiva calificada como adaptativamente exitosa y absolutamente necesaria para la supervivencia. A menos que el Hombre no pertenezca al reino animal y supuestamente provenga de alguna invasión extraterrestre -aclaro por las dudas que esto está expresado irónicamente-, no existe razón válida para suponer que sería una excepción a esta regla biológica. Todos los trabajos realizados en el campo de la Etología Humana y la Sociobiología fundamentan sobradamente esta aseveración.

Es indudable que las determinaciones genéticas ejercen una presión diferente en el ser humano con respecto a los demás animales. Esta diferencia radica esencialmente en la rigidez del imperativo biológico. El animal es atravesado en su existencia por sus instintos en forma ineludible, lo que define su campo de comportamiento de un modo prácticamente invariable; mientras que el Hombre, al haber alcanzado el raciocinio en su progreso evolutivo, dispone de un margen de flexibilidad completamente diferente en su accionar.

La evolución biológica humana culminó en el prodigioso desarrollo de la corteza cerebral, lugar de localización de las funciones superiores que permitieron, a su vez, el acceso a la producción y evolución de la cultura. Pero este proceso de ninguna manera ha anulado todo lo anterior, en particular la localización de los sentimientos, emociones y pasiones a nivel del tronco cerebral, particularmente en el sistema límbico. En esta admirable síntesis de imbricación biológico-cultural que ha alcanzado nuestra especie, por diversas razones puede ocurrir una innumerable serie de sucesos y combinaciones entre ambos factores fusionados que den lugar a la emergencia tanto de hechos maravillosos -como una excelsa obra de arte o un nuevo y revolucionario descubrimiento científico- como de otros abominables -como el crimen y la tortura, entre innumerables ejemplos-. La cultura, como producto humano, permite acceder a una inimaginable cantidad de logros que nos sorprenden día a día. Y también puede modelar en parte en diferentes formas nuestra dotación instintiva formulada en las preprogramaciones que portamos en nuestra caracterización genética como especie diferenciada de las demás. Pero lo que no puede, de ninguna manera, es hacer surgir un sentimiento inexistente en el plano biológico, como sería nada menos que el amor maternal, según el comentario antes transcripto. Esto sólo podría dar lugar a una imposición de un modelo artificial, de origen externo, y por lo tanto vacío de contenido.
En cuanto a los ejemplos de filicidio mencionados como argumento para plantear la inexistencia del amor maternal cabe consignar, en primer lugar, que nunca ocurrió como práctica sistemática y masiva; en segundo término, que no es cierto que se practicara sin sentimientos de culpa y, por último y paradójicamente, siempre ha tenido lugar prioritariamente como consecuencia de presiones de origen sociocultural y no biológico; como por ejemplo las situaciones de vergüenza social o las derivadas de una injusta distribución de la riqueza.
Comentando un caso de filicidio verificado en una investigación de campo realizada en una tribu de los “eipo”, habitantes de la zona montañosa occidental de Nueva Guinea, comenta el etólogo alemán Irenäus Eibl-Eibesfeldt en su libro "Biología del comportamiento humano", después de relatar el caso: "Hay muchas observaciones que prueban que las madres sólo pueden matar a sus hijos mientras no hayan establecido una relación personal ... tan pronto como le hubiese dado el pecho al niño una sola vez. Por lo tanto no puede decirse que a las madres les resulte fácil matar a su hijo...Dondequiera que contamos con descripciones precisas resulta claro que los adultos experimentan un fuerte conflicto... Afirmar que una madre sana puede llegar a matar "a la ligera" en algún lugar del mundo a su recién nacido supone una notable dosis de orgullo etnocéntrico, una falta de capacidad de comprensión afectiva y una profunda ignorancia. Donde el infanticidio sea necesario por razones de control demográfico, estaremos ante un imperativo cultural experimentado como necesario y al que hay que plegarse. En tales casos se cumplirá la regla de que se debe actuar inmediatamente después del nacimiento, antes de que se afiance el vínculo de la madre con su hijo". (Pág. 225/6. Lo destacado es mío). Al referirse al casi inmediato establecimiento del vínculo materno-filial el autor citado se refiere al conocido fenómeno biológico de la impronta o acuñación -"imprinting" en idioma inglés-, que establece la base del apego amoroso entre la madre y su cría entre los mamíferos. A este respecto coincide plenamente con el eminente creador de la Etología moderna como ciencia del comportamiento instintivo animal y humano, el médico y zoólogo austríaco Konrad Z. Lorenz, quien recibiera el Premio Nobel por sus investigaciones y descubrimientos.
En nuestro medio, el Dr. Arnaldo Rascovsky describió extensamente en escritos y disertaciones las conductas asociadas al filicidio en nuestra sociedad; pero siempre lo hizo considerándolas como manifestaciones psicopatológicas emergentes de un contexto social proclive a actuar como caldo de cultivo generador de tensiones y distorsiones en los lazos familiares y la capacidad de amar de las personas.
Por su parte, el célebre estudioso de la Psicología Evolutiva, también de origen austríaco, Dr. René A. Spitz, en su libro "El primer año de vida", se refiere a las carencias y los trastornos "psicotóxicos" como situaciones originadas, ya sea en abandono en el primer caso, o en distorsiones e insuficiencias en el segundo, en cuanto al suministro afectivo por parte de la progenitora -en orden de mayor y menor gravedad respectivamente-, referidos al daño que puede recibir el niño en su etapa de máxima dependencia con respecto al vínculo con su madre. Y en ambos casos habla de alteraciones psicopatológicas que interfieren o directamente anulan la capacidad amatoria natural del adulto con respecto a su criatura.

La familia primaria, más o menos extendida es, universalmente, el núcleo de la comunidad social humana. Como tal surgió en la evolución desde las hordas de homínidos de hace cinco millones de años, hasta consolidarse luego de la aparición del Hombre actual. Este átomo grupal fue estructurándose a partir de la atracción sexual permanente entre el macho y la hembra -no cíclica como en las demás especies de mamíferos-, lo que derivó en el desarrollo del sentimiento de amor de pareja estable como adquisición evolutiva particularmente humana. Todo este proceso adaptativo aseguró a la especie la posibilidad de su continuidad como tal, al garantizar el cuidado de la prole en su prolongado periodo de infancia y adolescencia.

Sabemos que el ser humano es el que nace más incompleto e indefenso entre todas las especies del reino animal, a tal punto que sucumbiría inevitablemente si no contara con la seguridad del cuidado y protección de los adultos. ¿Qué mejor instrumento podría encontrar la Naturaleza para asegurar esta custodia que el amor incondicional instintivo de los progenitores a sus criaturas?
Y de este mismo núcleo, integrado en comunidades crecientemente mayores fue surgiendo paulatinamente la civilización y su cultura, de la cual nos enorgullecemos legítimamente.

Si este proceso no hubiera estado sólidamente establecido y determinado por un muy fuerte imperativo biológico hubiéramos desaparecido como especie hace mucho tiempo y hoy no estaríamos sobrepoblando el planeta.

Cabe destacar por último que, principalmente a causa de ese mismo hiperdesarrollo sociocultural, también pagamos el alto precio de todas las formas de la psicopatología con sus innumerables manifestaciones de perturbaciones diversas que afloran permanentemente, como podría ser el caso que nos ocupa. Pero esto no debe inducirnos al grave error conceptual de confundir la excepción con la regla; y mucho menos si estamos ubicados en el lugar y la responsabilidad de expertos en el conocimiento del comportamiento humano. Para bien o para mal poseemos la conciencia de la muerte y el libre albedrío como elementos distintivos del resto de las especies. Son logros alcanzados merced al fenomenal desarrollo evolutivo de nuestra corteza cerebral, proceso que permitió la emergencia final de un aparato psíquico enormemente complejo. Esto nos hizo individuos racionales y nos dio autonomía y libertad de pensamiento. Esta misma libertad nos permite a veces actuar en contra de nuestras mismas tendencias instintivas, por razones de diversa índole; y también nos permite negar, si así lo deseamos, que poseemos programaciones genéticas que nos presionan desde nuestro núcleo esencial como seres vivientes.



Buenos Aires, diciembre de 2006


(*) Trabajo inédito. Corregido y ampliado.
Buenos Aires, septiembre de 2008
Derechos de autor reservados






---------- oOo ----------